miércoles, 10 de octubre de 2012

PORTADA


     Hoy, 10 de octubre, el blog de artículos de Nemesio R. Canales cumple su primer año y repetiremos el excelente artículo publicado en esta fecha en 2011 de la autoría del Dr. Servando Montaña Peláez.
     Queremos expresarle a los seguidores del blog nuestro más profundo agradecimiento por su acostumbrado favor durante todo este tiempo.
                                                                     Osvaldo Rivera
                                                                      Administrador
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PORTADA
SERVANDO MONTAÑA PELAEZ
  
     Canales, es, no hay duda, uno de los hombres más singulares que ha dado Puerto Rico.
     De los más inteligentes, de visión más clara, más profunda y más original. Adelantándose a su tiempo, adelantándose, en cierto modo a su propia andadura humana, sumergió su lúcida mirada en la espesa y opaca realidad de la vida, y nos dió de ella, así, un horizonte nuevo, sugerente y luminoso.
     De los más libres, de juicio más autónomo e independiente frente a la situación, las corrientes ideológicas y los hombres, aun amigos. Recibió influencias quizás más que ninguno, por su voracidad intelectual y su sensibilidad más acusada y abierta, pero supo asimilarlas, por una parte, hasta hacerlas propias, y por otra, enfrentarse a ellas -aun a las preponderantes del momento- para erigir, audaz, la dimensión precisa de su propia estatura.
     De los más originales escritores. Su estilo se yergue, frente al lenguaje academizante o de escuela, con línea muy propia, arraigada en lo coloquial, en lo espontáneo y en una sin par energía expresiva, todo ello ligado a una meridiana justeza y claridad.
     Se ha dicho de él que era incapaz de crear una obra larga, sistemática. El caminaba al azar de la vida, a impulsos del oleaje siempre móvil, vital, único y consistente. Por eso sus temas son variados y autónomos: religiosos, políticos, sociales, literarios, o simplemente humanos. Responden a un rasgo general de Canales: Su curiosidad universal, su fina y aguda sensibilidad, su mirada abierta a todos los relieves significativos de la vida y a la vastedad de sus preocupaciones culturales: poesía, teatro, religión, ensayo, filosofía, cine... Por eso resulta que, al lado de lo político surge lo filosófico, al lado de lo económico está lo literario, al lado de lo programático está lo informativo, al lado de lo social está lo lírico. Se podría aplicar a él lo de Heráclito: “La armonía no manifiesta es superior a la manifiesta”.
     No obstante, se descubre en este conglomerado multiforme una serie de constantes ideológicas, de actitudes esenciales ante la vida: un profundo sentido de la justicia y la honestidad, una especial lucidez para descubrir la farsa humana, y un marcado desprecio hacia los embelecos de la sociedad.
     Se ha dicho de él que era un raro. Y lo fue, en el sentido de ser muy él, difícilmente catalogable ni como pensador, ni como escritor, ni como hombre. Fue raro porque era otro, diferente a la vulgar mediocridad de los que el llamaba “los respetables”.
     Fue raro, además, porque no fue comprendido. Y la incomprensión, las más de las veces, acentúa la distancia, resalta la grandeza. Fue incomprendido por sencillo, por certero, por inquebrantable. “Se dobla, pero no se doblega”, podría decirse de él. Y lo que no se nos doblega lo calificamos de raro.
     Fue, simplemente, un hombre que aceptó su realidad, que vivió su vida sin “dirigirla”: un hombre natural en el más genuino sentido de la palabra.
     Se ha calificado a Canales de humorista. Y cierto que lo fue. En grande. Pero éste es sólo uno de los niveles de su personalidad, quizá uno de los más a flor de piel. Los otros niveles: de pensador original, de luchador humano, de abogado de la vida y del gozo de vivir, de apasionado escudriñador de la esplendente y desgarrada realidad -social, histórica, y metafísica- del hombre, son casi desconocidos.
     Parece esto o parece lo otro, pero no es ni lo uno ni lo otro, porque lo es todo.
     Es materialista y es espiritualista, es socialista y es individualista, es quijote y es sancho, es ateo y es cristiano, es erótico y es virginal -integra, al mismo tiempo, “el amor”, “la lujuria” y “la caridad”-, es inmoral y es moralista, es alegre y es triste, es juguetón y es serio. Lo es, insisto, todo, pero a su manera. O dicho de otra forma, lo es todo, pero trascendiéndolo en una síntesis dialéctica que quizá sólo es posible en el mundo de las ideas y no en el de las realidades, pero que no deja, por ello, de ser un ideal, su ideal.
     Nemesio Canales concibió su vida como una misión. Al menos la conciencia de esta misión se le fue imponiendo casi desde el primer momento de su “vida pública”. Por eso la dirección de su vida profesional, en la medida de lo factible, defendiendo preferentemente a los desvalidos y atropellados por la sociedad. Por eso su participación en el terreno de la política militante. Por eso, sus incursiones hasta en el terreno de los negocios (por ejemplo, cuando alquila en Ponce el Teatro Venus, para, al mismo tiempo que presenta películas, dar conferencias o discutir temas actuales). Pero, sobre todo, sin duda en la medida que fue descubriendo su capacidad del dominio de la palabra -tanto hablada como escrita- su entrega y dedicación a la presentación de sus ideas en conferencias, discursos y escritos. Por eso su entrega a la vocación de escritor.
     Era como una urgencia, como una fiebre de comunicar, de enseñar. Así entendía su misión, así entendía la función de todo escritor: como una responsabilidad. En realidad, como la forma peculiar suya de ser responsable con su vida, con “la Vida”.
     Pero la gente duerme, tiene atrofiados los nervios, y no sabe o no puede escuchar ese rumor de vida y de riqueza. De ahí la urgencia del escritor por hablar, de ahí su cruzada de “sermoneador”. De ahí, por tanto, la misión que Canales se ha impuesto, o a la que la naturaleza le empuja, quién sabe cuán a la fuerza.
     Su meta, por eso, es precisa: quiere sacudir al mundo de su letargo, de su rutina, de la rutina de no pensar por sí mismo, de la rutina de no sentir más que por los módulos de la sociedad. Y por eso habla y conversa, y brama y grita, y patea y rompe, y socava, con la piqueta de su palabra -como hacen con la aurora los gallos de Lorca- la dureza de mente y de corazón de los hombres, de la sociedad, del sistema.
     Quisiera, sin duda, provocar una conmoción, un estallido sin precedentes, tanto en las estructuras sociales -que han sustituido el alma por una “caja registradora” y las motivaciones humanas por el interés “simple o compuesto”-, como en las personales, individuales, anquilosadas -en su sensibilidad, en sus ideas, en sus emociones- por una esclavitud eterna a los grilletes morales, doctrinales, serviles, de la sociedad.
     Para cumplir esta misión, esta vocación, necesitaba, quería libertad. Por ello esa búsqueda de medios de expresión -revistas, periódicos, “empresas de conferencias”- propios que podemos percibir a lo largo de su trayectoria vital. Una búsqueda que se convierte, al mismo tiempo, en una lucha por tener los recursos económicos suficientes para poder -sin esclavitudes y sumisiones- lanzar al aire su palabra libremente, como el pájaro su trino.
     Se necesita esta libertad, porque, según Canales, la misión del escritor es arriesgada. No es una función de complacencia. Tiene que lanzar denuestos contra la sociedad, contra el sistema, contra las personas que detentan el poder -político, económico, social o cultural- y que se creen los depositarios de la verdad y de la ley.
     Lo repitió mil veces: la función del escritor, la función del pensador -que para él se identifican- conlleva la destrucción de ideas viejas, de rutinas de pensar, de fórmulas fáciles o gustosas que se repiten y se transmiten de cabeza en cabeza como si fueran simples monedas que pasan de mano en mano.
     Sacudir, despertar, para destruir. Destruir rutinas, destruir ilusiones, destruir ataduras. Pero destruir para construir. Destruir para abrir camino a una nueva sociedad donde no haya nadie que no pueda construir su propia y personal estatura humana, donde, partiendo de una satisfacción igualitaria de la base “estomacal”, quede luego abierto el camino para que cada uno descubra su propia riqueza, su riqueza como ser humano peculiar, único, con un corazón y un cerebro más integrado y más rico. Despertar de la rutina de la piedra, para ser entonces uno capaz de refugiarse en el ensueño, de refugiarse en el palpitar del universo, y poder asistir al parto maravilloso de la vida, poder “gozar el eco alucinante del jadeo colosal de lo inconsciente en su pugna incesante por hacerse consciente”. Construir hombres, construir mujeres, construir personas, con plena suficiencia material como cimiento de una abundosa vida interior, y construir también -base y corona- una sociedad nueva donde todo eso sea posible.
     Y como punta de lanza, núcleo encendido, su palabra. “No he venido a traer la paz, sino la espada”. A Canales -él lo llegó a entender así- le había correspondido, en el reparto universal de dones, el dominio de la palabra. La riqueza expresiva de su lenguaje es, en nuestra lengua, pocas veces igualada. Canales pule la palabra, la moldea, la modula, y luego le saca filo, hasta que, ya convertida en puñal, la clava en nuestra mente. Así sentía él su misión: escribir, hablar, sembrar a voleo de todos los vientos la gracia, la fuerza, la belleza de su lenguaje, un lenguaje afilado, cortante, cargado, preñado, fecundo de “intensa emotividad o de robusta y atrevida ideación”. No importa que nos moleste y la rechacemos como algo inoportuno: quedaremos tendidos a lo largo del camino como unos cadáveres más. O que nos duela y nos ponga en guardia y nos acucie. Entonces la asimilamos y nos unimos a la falange de los que empiezan a vivir, o sea, a pensar por sí mismos y a construir la parte del mundo que a cada uno le corresponde.
     Frente a una prosa moralista, que enseña unos valores que recortan vida y libertad, frente a una escritura superficial porque no toca más que la realidad enajenada, frente a una prosa pesada como una losa por afán de ser profunda, frente a un discurso de tipo rutinario, que pierde toda fuerza porque sojuzga el pensamiento personal al pensar gregario, surge la escritura de Canales, libre como el viento, profunda como la intimidad de cada uno, refrescante como el agua de manantial, porque escarba en nosotros la costra de nuestras vidas hasta llegar a la fuente de toda respuesta; graciosa y ágil “como el vuelo del pájaro”, porque no está lastrada por lo esclerótico; personal y única, como personal y única es la raíz primordial de nuestro ser. Y sobre todo, humana: cargada de todos los pesares, de todas las tristezas, de todas las aspiraciones, de todos los posibles gozos, aun de los ahogados por la maquinaria social, de toda el hambre de justicia, de todo lo que empuja o acosa a la humanidad en el vaivén de su totalidad histórica.
     Canales, soñador y luchador al mismo tiempo. “Pacífico, pero no pacifista”, clamando por una revolución total, íntegra, radical y abogando por siempre por el abrazo de hermano y de amigo con todos, destructor y constructor, abrazo y puño, vela y sueño. Maestro enemigo del magisterio, predicador de una religión que abomina de las “iglesias”, de una hermandad universal construida sobre el respeto y la solidaridad -la “cooperación”-, pero no masificada, que trajo de cabeza también a sus contemporáneos al intentar hacerles calzar, unas veces este y otras el otro, la horma del Quijote y la de Sancho -olvidando que tal vez sea él una de las mejores síntesis reales de ambos-, sibarita y asceta, libidinoso y casto, hambreando siempre la hembra y tozudamente siempre amarrado a su calcinante amor conyugal -retoñar de otro binomio Quijote/Dulcinea-, humorista sin rebozo, pero con una actitud de “seriedad”, la seriedad que abomina de lo superficial, lo cursi, lo chabacano. Paradoja viva.
     Canales posee una voz única, que debe ser proclamada y blandida como una espada, porque todos -sí, todos- debemos escucharlo, necesitamos escucharlo, en estos momentos cruciales de nuestra historia, si es que queremos vivir.
     Ninguna de las precedentes afirmaciones responde a la arbitrariedad: cualquiera podría comprobarlo con sólo dejarse llevar por las páginas de Canales, rezumantes, hervorosas.
     Si hay alguna advertencia que hacer al lector -especialmente al no acostumbrado a Canales- es que no se amilane. Las ideas con las que se va a encontrar -lo mismo que el lenguaje en que se expresan- son, la mayor parte de las veces, chocantes, sorpresivas, fulgurantes, hasta insultantes. Pero son bellas, interesantes, originales y, sobre todo, provocadoras de nuestra propia reflexión. Y esto es lo que vale.
     La obra de Canales está ahí, esperando. Basta sólo abrirla, leerla, sumergirse en ella. Y pensar, sentir, dialogar. Cada uno con su propio mundo interior a cuestas.

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